Sueñen...

Sueñen...

Sueñen una tarde de Miércoles Santo…

Una tarde suspendida entre lo terrenal y lo eterno,
en el corazón silencioso del barrio de San José.

Sueñen en el aroma de la primavera abierta... azahar, incienso…
y un cielo que parecía inclinarse para ver de cerca lo sagrado.

Las calles, quietas, eran umbral de algo que no se explica,
solo se siente.

Y entre los suspiros del aire,
nació el deseo.
Deseo de ver, de comprender,
de abrazar el misterio.

Y entonces… vino Él.

El Santísimo Cristo de la Buena Muerte.

Suspendido en su cruz,
no como derrota,
sino como testimonio.

Su cuerpo esculpido no solo habla de la muerte,
habla del Amor llevado hasta el extremo.

En su rostro ya no hay grito, solo entrega.

En su herida ya no hay dolor, solo redención.

Y en ese instante suspendido entre el tiempo y la eternidad,
Jesucristo no es solo el Hijo de Dios…
es el hombre.

El hombre que sufre,
el hombre que muere,
el hombre que, muriendo, nos enseñó a amar.

Y tras Él…

Ella.

Nuestra Señora de la Consolación.

La Madre.

Su rostro… es el rostro que has visto en tus noches más largas.

Una cara de niña que ya lo ha llorado todo.

Sus lágrimas no caen en vano:
cada una es un eco de las tuyas.

Bajo el velo blanco, su mirada es refugio.

Entre los pliegues de su manto, cabe el alma herida del mundo.

Mírala…

No hay reproche en sus ojos,
solo consuelo.

En el dolor de la muerte de su Hijo,

Ella consuela el nuestro,
el dolor cotidiano,
el que no tiene cruz pero pesa.

Porque su consuelo no viene después del sufrimiento,
sino dentro del sufrimiento.

Desperté del sueño…
y el deseo permanecía.

FELIZ MIÉRCOLES SANTO



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